jueves, octubre 02, 2014

Ese sitio curioso llamado Institut del Teatre

2007-2011

Entrar en el Institut del Teatre fue una casualidad. No era mi intención inicial para el último año que pasaría en Barcelona, pero ahí acabé. En las pruebas conocí a casi todos los que acabarían siendo mis compañeros de promoción, mis amigos y mis cómplices. Es curioso… recuerdo que alguien dijo que solía pasar que quienes se iban de birras el primer día juntos acababan entrando. La broma fue bastante cierta, porque creo haberme tomado una cerveza con al menos nueve de las quince personas que entramos a Dirección y Dramaturgia en el 2007.



Y entrar en el Institut fue soltar las amarras que me mantenían ligada al otro lado del charco. La razón tiene dos vertientes: el choque cultural fue contundente y descubrí lo ignorante que era.

Lo del choque cultural se resume con decir que me pasé una buena parte del año llorando. No exagero, más de una vez salí de clases para ir a llorar un rato. No es nada raro en mí, pero creo que fue un año especialmente duro: clases en catalán, incluyendo de elocución (tuve que enfrentarme a poesía catalana, toma métrica, intención y vergüenza al intentar pronunciar la “ll” y aún no lo consigo, todo bien…); exigencia de horas bastante fuerte (al matricular me di cuenta de que no permitían una carga académica menor del 80% del plan de primer año)… y entendí que aquí la manera de tratarse es distinta. No es mejor, no es peor, es otra. La gente es descarnadamente directa, las críticas son concretas y sin mediación de fórmulas sociales… claramente sobreviví porque mi generación resultó ser una excepción a la regla: nos caímos bien, nos hicimos gracia, nos hicimos amigos.




Al acabar el primer año me di cuenta de que no tenía ganas de irme a ningún lado. Entré pensando que haría el énfasis en dirección, luego me pasé a dramaturgia pero hice de optativas una gran mayoría de los cursos de dirección. Aprendí, sobre todo, que las notas son relevantes por orgullo… porque en la práctica a nadie le interesa quién se lleva las matrículas de honor.

Pasaron los años y este nuevo llanto cesó. Encontré gente dispuesta a enseñarme, ya no sólo en las aulas sino fuera de ellas. Amigos que he acompañado en momentos difíciles y que me han acompañado siempre que lo necesito. Nos inventamos un nombre para nuestra generación: Pachamama. La verdad que esa protección de la tierra –y me perdonarán si me paso de hippie- es real. Fueron y son mi yunta.

Al acabar el tercer año tuve que asumir lo evidente: no me estaba yendo a ninguna parte. Me había pasado un par de años con el “un año más” como excusa, pero esta tierra empezó a ser mía.



Tendría que hablar de mucha gente… de Joan y sus historias… y su radar para detectar cuando me baja el ánimo. De Mónica que nunca sabes cuando aparece pero cuando aparece es hermoso. Del clan dramatúrgico: Núria, Cris, unidas por esa cosa rara de dedicarse a escribir (somos ermitaños, propensos al encierro, frikis por definición, no pasa nada), de todos y cada uno que algo me enseñó; pero acepto que hay un trozo de mi corazón que encontró su sitio con Salva. Gracias a él, sus palabras, un té, un café, alguna siesta, mil trabajos juntos, ideas, sueños, malentendidos aclarados, fiestas, confesiones… gracias a él descubrí que el corazón anida donde le dan permiso. Gracias, amor, por darme permiso. Los novios de Teruel. El marica y la negra. Como en las películas adolescentes: BFF.

Pero como en cualquier centro educativo, lo que se aprende ha luego de soltarse. En esto llevo un par de años, aplicando sin ataduras lo aprendido, aprendiendo a confiar en que sé hacer las cosas, confiando en que lo que no sé ya llegará.

Gracias al Institut he aprendido la necesidad de una competencia sana. Prefiero ser cola de león y no cabeza de ratón. Ojalá algún día sea cabeza de algo, no tiene que ser el león… de hecho me gusta más pensar en ser cabeza de elefante: tienen paciencia, memoria, confían, tienen alas escondidas. Son animales sensibles pero fuertes, no agreden, solo se defienden. No trepan, caminan con paso firme y aprenden a nadar si hace falta.


Gracias al Institut tengo una compañía de teatro propia, que en realidad es mi familia. A los pulperos (la compañía se llama La Pulpe) los encontré por eso que no sabemos de dónde viene y llamamos casualidad. Y de ellos hablaré en breve, se merecen unas líneas aparte porque han sido los que me han hecho hacer un punto y aparte vital.

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